Tonight I'm gonna have myself a real good time! I feel alive and the world it's turning inside out, yeah! I'm floating around in ecstasy! So don't stop me now! Don't stop me 'cause I'm having a good time!♪
Hoy es la primera noche en mucho tiempo en la que no estoy pensando qué tengo que hacer mañana. Eso es raro en cierto sentido, porque mañana cumplo años y debería estar haciendo planes al respecto, y sin embargo, no me moviliza demasiado (por no decir 'en lo más mínimo'). Más bien estoy pensando que va a ser miércoles, y tengo clásico temprano. Tal vez se siente así porque este año no me centré tanto en mí como persona, sino en mí como bailarina. El principio de año no pudo ser en ningún sentido más desastroso. Y hubo noches horribles, noches de llorarlo cuando todavía lo tenía cerca, noches de acostarme a su lado y despertarme sin él y no entender todavía lo que eso significaba. Noches de llorarlo cuando ya estaba muy lejos. Noches de no poder dormirme hasta la madrugada, por un dolor insoportable en cada gramo de mi cuerpo, indescriptible, como fuego, como fiebre, como algo rompiéndose por dentro sin ningún control, en una habitación oscura con una sola ventana que daba a una pared gris, y sin poder hacer ruido, llorando en silencio para no despertar a la paciente de al lado, con una aguja clavada a tiempo completo en una vena, que en sí no era ni un poco más grave que otra aguja inmaterial clavada mucho más adentro y más difícil de sacar, pero invisible. Y tuve noches de morirme por dentro. Y después, con el tiempo, hubo noches de calma. De calma rendida, más que calma, resignación. Pero dudo que haya habido noches de paz, buenas o malas, cada noche hago mi cama, tacho un día en el calendario, reviso las tareas del día a venir, programo una alarma, dejo mi ropa de danza preparada en un rincón, y ahí sí, apago la luz y me acuesto, repasando mentalmente cada tarea y responsabilidad.
Y al principio del año ordené mal mis prioridades, y empecé una carrera en Relaciones Internacionales, siendo yo la persona menos diplomática que conozco, y la más frontal, la que intenta con el alma ser la menos hipócrita. Me iba bien, aunque no estudiaba casi nada, mis notas nunca bajaron de 8 en un parcial, y aún así, cada día que pasaba era una desmotivación.
No me llenaba, era una carrera vacía, al menos para mí. No era un sueño, sino una obligación:
El precio a pagar por un futuro asegurado. La seguridad de una profesión decente y redituable, la comida sobre la mesa, los muebles en la casa, la casa en el barrio lindo. La vida vacía, con alguna que otra alegría ocasional y ningún desvelo por pasión. No pude. No lo pude soportar. Era mucho para mí por no ser nada. Todos esos libros escritos hace tanto tiempo por gente tan muerta eran muy poco para mí, que quiero mirar siempre hacia el futuro y estar tan viva... Pero ya había pasado mi cuarto de hora: El día en que falté a rendir Contemporáneo en la Escuela Provincial, porque de todas las danzas, tal vez no haya otra que me motive menos, y de todas las instituciones provinciales, tal vez no haya otra más rota que esa.
Pero ninguno de esos abandonos fue gratuito, porque yo vivo para ser responsable y más exigente conmigo misma que el más exigente de mis tutores, y no puedo dejar ni un libro que empecé sin terminar (cosa harto trágica cuando se trata de libros muy pesados o muy malos). Dejar esas cosas a medias no fueron experiencias simples ni tranquilas y realmente me tuve que esforzar mucho por perdonarme. Por entender que no tenía por qué haber elegido bien, ni por qué seguir, como tampoco tuve la culpa de que ese chico que una vez estuvo tan lleno y ahora está tan vacío no supiera valorar mi distinción. Por entender que yo también tengo derecho a equivocarme, a tomar malas decisiones, y a ser irresponsable alguna vez, porque el mundo se dio el lujo de verme hacer todo bien sin darme nada más que una intravenosa como recompensa al final cuando se trató de él... Y cuando se trató, durante 3 años, de problemas mucho más relevantes con gente mucho más cercana en parentesco, si bien cada vez más lejana en sentimiento (quien perdura).
Pero sería injusto decir que fue un año sin días felices. Fue un año donde todas las semanas tuve clases en las que pude sentir día a día como iba creciendo, y aprendiendo cada vez más. Fue un año de conocer a un grupo de gente hermoso, y de disfrutar de las más grandes profesoras en lo que amo hacer. Fue un año de reír mucho. Y hubo noches llenas de orgullo, la noche en la que volví en colectivo agotada a casa, para contarle a mi mamá que me habían elegido como bailarina solista para la muestra de clásico, como la más solista de las solistas de mi curso. Y hubo noches de feliz cansancio después de cada ensayo para la muestra de jazz.
Y últimamente hubo muchas noches de armar dos camas para terminar durmiendo en una, contracturados e incómodos, destapados, despeinados, pero juntos. Siempre juntos. Aunque también hubo noches de volver a soñarlo, hasta escuchar su voz pero no llegar a verlo, y preguntarme si alguna vez él va a dejar de vagar por mi subconsciente. Y esta semana hubo noches de volver a desgarrarme la cordura y sentirme nuevamente y por completo presa de las nauseas, hubo noches de odiarlo, como tantas otras noches, como casi todas las noches de mi vida, de pensar cuánto más simple sería todo si ese principio de paro cardíaco hubiera sido un final. Noches de no temerle a la inevitable muerte, tanto como a la perpetuidad asfixiante de la vida.
Y nunca hubo, eso es seguro, noche tan brillante como la de anoche. Porque nunca estuve tan desesperadamente abrumada de todo días antes de una presentación, nunca tuve tantas ganas de poder bailar sola ante una audiencia completamente integrada por desconocidos, nunca tuve tantas ganas de mostrar el esfuerzo y el trabajo que hice durante un año, ni tanto miedo de no poder manifestarlo llegado al caso, de bloquearme y no avanzar y de estar triste cuando más debería estar feliz, de solo saber que entre la multitud iban a estar sus caras.
Y nunca en mi vida bailé tan feliz. Nunca en mi vida pisé un escenario estando tan segura e importándome tan poco quién me viera y quién no. Nunca hasta ahora me había sentido brillar de esa manera. Con un solo error destacable, que tal vez fue necesario para confirmar que no fue un sueño, que esa epicidad del momento fue real. Nunca bailé tan perfecto, porque hasta ahora nunca me había entregado tanto, porque bailé desde el alma.
Y ahora empiezan los saludos, los que no me importan, los que sí, los que validan el día, llega primero el de él (el que esperaba primero), y es el más hermoso, como siempre, y empiezo a preguntarme: si al final pude rendirme al fracaso de aquel otro, cuánto tiempo me tomará rendirme a la inevitable victoria que vamos a ser juntos.
Y los 19 me agarran en pijamas, y en pantuflas, congestionada y enferma, con un maratón excesivo de Glee que empieza a notárseme en las retinas, aliviando por fin la tensión de una semana que fue demasiado: Llorando mientras hiervo ravioles. Já, y sin decidir si ese llanto es de tristeza, de alegría, o de lisa y llana histeria (personalmente me la juego por esta última). En todo caso no se siente del todo mal, es casi un alivio. Tal vez es el llanto de alguien que afronta a su destino, que finalmente comprende que aunque mucho de lo que hay por delante es incertidumbre y miedo, también es en ese camino donde esperan las luces y los aplausos, la adrenalina y la pasión, el cuerpo haciéndose cargo de su fin último y primero: El movimiento.
La danza es movimiento, mucho más profundamente de lo que parece a simple vista, la danza es movimiento porque el movimiento es cambio, y el cambio inevitablemente te lleva a otro lugar, hacia el futuro. La danza me hace avanzar, además de mantenerme viva, la danza me mantiene cuerda, me mantiene linda, me obliga a mostrar sonrisas radiantes y sentidas cuando nadie ni nada más puede. La danza me mueve porque es mi motor, lo que me recuerda quién soy a cada paso, a cada salto, a cada giro. Lo que me recuerda a dónde voy, porque sí voy hacia un objetivo. Lo que me recuerda que valgo, y que gano cuando pongo todo a eso. La danza me llena, cuando nada me despierta, cuando nadie me conforma, cuando todo parece estar fuera de lugar y de tiempo, la música empieza y yo pienso con los pies.
Me robe un cartel ayer, del teatro, al final de la función, una hoja de papel doblada y escrita con fibrón obviamente violeta, una frase dedicada a nosotros por la persona que más admiro en mi mundo, me tomé la libertad de robarla porque al leerla ayer se sintió puramente mía, lo que necesitaba en ese preciso momento para entender mi propia fuerza de voluntad, el cartel dice, enmarcado por cuatro corazones desprolijos:
" Si pudiera decirte lo que se siente, no valdría la pena Bailarlo... "
Estube mirando mi blog para ver cuando escribias sobre la muestra, y cuando lo haces, no tengo tiempo para leerte!
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